Uno de los muchos retos del postconflicto en Colombia es la ubicación e identificación de la víctimas aún desaparecidas y de los actores armados que yacen en fosas. A propósito, escribí esta crónica en el 2013.
“No todos los muertos son noticia”
En
diciembre de 2011 recibí una tarjeta de Navidad que, en lugar de copos de nieve
o imágenes de Papá Noel, traía en la portada la vista anterior de un fémur
izquierdo, en origami, con todas sus partes detalladas. En el interior de la
tarjeta, un sencillo mensaje: “felices pascuas y próspero año”. Un detalle
simpático, porque a mí el fémur izquierdo me salió mal de fábrica. Para María
Isabel Cardona Rodríguez, la autora intelectual de la tarjeta, la emoción del
regalo se convirtió en vergüenza cuando mi luxación de cadera salió a colación en
la sala llena de familiares mutuos.
La tarjeta
no llevaba una pizca de mala intención; en cambio, me permitió conocer la verdadera
pasión de María Isabel: los huesos humanos; por los que hoy, casi dos años
después de aquella Navidad, dejó su Bogotá natal por Barranquilla, para
trabajar en la Regional Norte del Instituto Nacional de Medicina Legal y
Ciencias Forenses. Allí se desempeña como antropóloga forense, con la misión de
identificar los restos de docenas de colombianos, víctimas de la violencia, que
han permanecido por años en fosas comunes y cementerios con una placa de ‘No
Identificado’.
Esa misma
violencia que no cesa llevó a su laboratorio, a lo largo del pasado mes de
julio, restos humanos frescos, desmembrados, algo a lo que ella no está
acostumbrada. Esta tarea le resulta menos agradable, por lo difícil que es trabajar
con cadáveres en descomposición pero, sobre todo, por lo impresión que causa
ver cuerpos mutilados con violencia y sevicia. Cuando nos encontramos en su
apartamento, un espacio de paredes blancas y calaveras de plástico y madera en
cada estante, mi primera inquietud es si ella calculaba que vería tanta maldad.
Su respuesta sale rápido: un “no” rotundo.
Estos casos le han mostrado algo que para ella no es normal, y a lo que
cree que nadie debería acostumbrarse. Su voz suave, sus gestos firmes, y el
permanente movimiento de sus pequeñas manos reafirman cada expresión. Para
cerrar el tema, María Isabel cambia otra vez el ritmo de sus palabras: “yo
quiero a Barranquilla, estoy amañada, y que esto esté pasando aquí es realmente
preocupante”.
Los casos
concretos de los que hablamos son los de cuatro hombres cuyos cuerpos fueron encontrados
desmembrados, en escenas aisladas, en la capital del Atlántico y las
proximidades de Cartagena. Son ‘casos
complejos’, como se denominan en su lenguaje técnico, en los que trabaja un equipo
conformado por un médico forense, un odontólogo, un disector y María Isabel, la única antropóloga forense en la Regional Norte
de Medicina Legal, responsable por los departamentos de Guajira, Magdalena, Bolívar, Atlántico, Sucre
y San Andrés.
Cuando se
refieren a ‘casos complejos’ se incluyen los desmembrados, pero también cuerpos
en estado de esqueletización (restos óseos), calcinación o en descomposición
avanzada. En estas situaciones, cada miembro del equipo cumple con una función
específica: el disector, o asistente, es el encargado de limpiar, abrir, tocar
las entrañas del cuerpo sin vida y tomar muestras; mientras el médico y el
antropólogo toman notas, analizan heridas, revisan prendas de vestir y otros
objetos que acompañan el cuerpo, emiten conceptos y chequean el acta de
levantamiento del cadáver para entender y dictaminar qué sucedió. El odontólogo
revisa y coteja la carta dental (si existe) o pregunta a los familiares (si es
un cadáver identificado) para establecer o confirmar la identidad a partir de
los dientes presentes y faltantes y de sus características particulares. Si se
requiere, se tomarán rayos X o se ordenarán pruebas genéticas. Finalmente, el
médico expide un Certificado de Necropsia.
Un proceso
silencioso que se esconde tras la conmoción generada por los cuatro desmembrados,
que ya trascendió de la prensa regional a los medios nacionales, haciendo que
los crímenes de los que fueron víctimas Omar Sánchez Pérez, José Luis
Rodríguez, Reyneiro Alexander Márquez y el
funcionario del CTI de la Fiscalía Elvis Núñez Arévalo, llegaran a las páginas de
varios periódicos y pasaran algunos segundos por los noticieros. Sin embargo,
María Isabel, que con 24 años es una de las funcionarias más jóvenes de Medicina Legal en Barranquilla, sabe que “no
todos los muertos son noticia” y que su trabajo y el de sus colegas, aunque
arduo, inspira más miedo que respeto en esta sociedad acostumbrada a la muerte.
Un ejemplo de
esos muertos sin titulares es un hombre joven que fue desmembrado hace varios
años con su propia herramienta de trabajo, una motosierra, luego de salir de su
casa a cargarla con gasolina. Eso sucedió en otra región del país, pero la
congestión de los laboratorios forenses hizo que sus huesos llegaran hasta el
Caribe, a ocupar la parte alta de un mueble de laboratorio, donde Cardona y su
asistente, José Alfredo Villa, limpian la osamenta y analizan las heridas. Si
es cierto que somos cuerpos dotados con un alma, a la de este hombre todavía le
falta un largo recorrido, científico, judicial y geográfico para descansar. Una
vez terminado el análisis antropológico sigue el de medicina forense, y las
investigaciones judiciales para determinar, si es posible, autores y móviles
del crimen. Pero en Colombia ese camino puede ser eterno, como la muerte misma.
El proceso
de identificación y determinación de las causas de cada muerte violenta no es
tan sencillo como lo muestran las series de televisión norteamericanas. “Esas
series crean falsas expectativas”, apunta María Isabel tajantemente, “sobre
todo con el tiempo en el que se obtiene una respuesta definitiva”. Además, ahora la gente cree que el único
método de identificación es la genética, precisamente, el más costoso y
demorado de los que se dispone.
Hay una
serie en particular en la que se pensaría al leer el perfil de María Isabel: Bones (Huesos), que cuenta las historias
de un equipo forense que trabaja con el FBI en los Estados Unidos. La dulzura
de María Isabel desaparece por unos segundos: “no me gusta Bones; no me gusta
ella (la protagonista), su manera de ser, y que hacen ver todo tan fácil. Así
no es”. Para empezar, “uno no se ve tan bonito con el gorro que hay que usar
para que no caiga pelo que contamine las muestras; no podemos usar maquillaje.
Hay diferencias muy grandes”. Así que
estas series no son lo suyo, eso queda claro.
En cambio, si
pudiera identificarse con un personaje, sería la agente del FBI Dana Scully, la
mente racional al lado de Fox Mulder en los Archivos
X. Fue ella quien la inspiró desde niña. La única diferencia es que Scully,
el personaje, era médica forense, lo que significaba para Cardona “tratar con
vivos”, algo que, evidentemente, no le llama tanto la atención. Su alternativa
fue la antropología, y una de las materias que vio en la universidad le dio las
bases. Finalmente, su práctica de cuatro meses en la sede de Medicina Legal en
Bogotá le sirvió para confirmar que este es su oficio.
Con esa
misma certeza se ríe tímidamente al recordar que, desde que hablaba de su
práctica con sus compañeros de la Universidad de Los Andes, entendió que para
la mayoría de la gente “no es normal que uno quiera trabajar con muertos”. Incluso
para su exnovio, que estudió arquitectura en la misma universidad, resultó
demasiado complicado entenderla. A él no le gustaba que le hablara de muertos
descompuestos. Ahora ella sabe que eso no le volverá a suceder. Este trabajo es
su pasión, y sentencia: “si yo tengo novio, él tendrá que aguantar que le hable
de mi trabajo”. Novio sí, pero hijos no, asegura, “porque este mundo está muy
podrido”.
No es que
no le guste la familia, sobre todo viniendo que una que, sin reservas, la ha
apoyado desde los días en que se ofreció de voluntaria para hacer exhumaciones
en el Cementerio Central de Bogotá; o como cuando sus padres, Martha Rodríguez y
Uriel Cardona, buscaron por cielo y tierra una sierra de mesa que le sirviera
para abrir ataúdes, y que su cuerpo menudo no fuera un impedimento para su
trabajo. Diana Lucía, la hermana mayor, le ha regalado varias piezas de origami
con forma de fémur, cráneo y, la más especial de todas, una columna vertebral,
su parte favorita del cuerpo humano, “por la perfección con la que encaja”. Ahora que vive sola habla con su mamá todos
los días y le cuenta, como cualquier hijo que está fuera de casa, las historias
que le impactan en el trabajo. Reconoce que si no le contara a alguien, le
afectaría. Pero todavía no: después de las cinco de la tarde, cuando sale el
trabajo, María Isabel come, descansa, y duerme bien todas las noches.
Sus miedos
son otros. Le teme a las armas; ha visto las atrocidades que los vivos hacen
con ellas. También a los carros porque, igual, “pueden matar personas”. Y a los
bichos. Me llama la atención que alguien que pasa el día entre muertos puede
sobresaltarse al ver una cucaracha en la calle, o al abrir la alacena de la
cocina y ver una pequeña salamanqueja. Para ella los peores insectos son las
moscas verdes, enormes, que salen de algunos cuerpos descompuestos. En fin,
cualquier animal que vuele, o que pueda caer del techo, es el enemigo.
Los muertos
no, para nada. Hablando en su laboratorio, junto a dos canastas de plástico de
color gris, que portan los restos óseos de dos hombres, posiblemente miembros
de un grupo armado ilegal, y que huelen a algo así como alimento para pájaros, se
acuerda de la gente que le preguntaba si no temía que las almas dueñas de los
cuerpos que manipula en su trabajo vinieran a ‘jalarle las patas’, como afirma
el folclor criollo. Su respuesta, entre risas, es pragmática: “No, a mí es la
que menos le van a jalar las patas. Si antes les estoy ayudando”.
Solo una
vez perdió esa fortaleza, mental y física, con la que sorprende a todo el que
la ve. Tuvo que acompañar una comisión formada por miembros de la Policía, el
CTI de la Fiscalía, la Dijin y el Inpec, que llevaban a un exparamilitar que se
acogió a la ley de Justicia y Paz a la prospección de una posible fosa con
personas asesinadas. De repente, en un terreno deshabitado, los policías
saltaron de su camioneta, armas en mano, con expresión alerta. Los demás
funcionarios los imitaron y sacaron sus armas, menos ella, y el detenido. En
ese momento, recuerda que se preguntó: “¿yo que estoy haciendo aquí?” Cuando
todos regresaron a los vehículos, tranquilos, le informaron que se trataba de
una falsa alarma.
Su lugar de
paz es el laboratorio forense, donde no existen armas, ni el sol Caribe que
lastima su piel blanca, ni el calor. Está ubicado al fondo de la sede de Medicina
Legal en la capital del Atlántico. Para llegar allí hay que cruzar un patio
atravesado por un desagüe semidescubierto, por el que sale un inconfundible olor
a carnicería. A nuestra derecha está la morgue, con los cadáveres frescos del
día. Yo volteo la cara hacia la izquierda, donde solo hay pared. María Isabel dirige
sus ojos hacia la morgue, como hace cada vez que pasa por ahí. Son dos maneras
de enfrentar la muerte. Para ella es algo natural, inevitable. Son las ocho de la mañana cuando entramos en
su oficina; ella se cambia las sandalias de tres puntas, con chaquiras
brillantes, por medias y unos zapatones de color morado con detalles rosados, y
enfunda sus 158 centímetros en una bata blanca. Sus compañeros, el médico
Jonarys Olmos Navarro y el asistente, José Alfredo Villa, ya están llenando
informes frente a sus computadores.
Entramos al
laboratorio y como si de una clase de anatomía se tratara, frente a los huesos
ya ordenados en el mueble blanco, Cardona agarra la pelvis del joven de la
motosierra con unos guantes azules de nitrilo, que le quedan grandes. Estos se
los mandan sus papás desde Bogotá, porque los de látex le producen alergia. Me
explica despacio cómo se hace la identificación, primero, del sexo de la
víctima. El mejor hueso es la pelvis, luego sirven los huesos largos, como el
fémur y, en tercer lugar, el cráneo. “En general, los huesos de los hombres son
más robustos, más gruesos, mientras que los de las mujeres son gráciles. ¡Son
divinos!” Con un esqueleto de plástico que sirve de modelo, señala las heridas
producidas por arma afilada en el
esternón y las costillas de la víctima.
Para este
tipo de casos se requiere del conocimiento específico de un antropólogo
forense, mientras que, por ejemplo, la víctima fatal de un accidente de
tránsito será examinada solamente por el médico especialista. Lo paradójico es
que frente a otros países, como Perú y Argentina, donde dictaduras y conflictos
han dejado los campos sembrados de fosas y la academia ha respondido con
programas forenses de alto nivel, en Colombia la única especialización en la
materia, en la Universidad Nacional, cerró hace un par de años, supuestamente,
porque se iba a abrir una maestría.
Lo cierto
es que no hay nada desde entonces, aunque la cifra preliminar de muertes
violentas en Colombia, solamente en el 2012, sea de 22.979; aunque a diciembre
del año pasado se calculara que 40 mil fallecidos siguen sin identificar en las
morgues; aunque el Centro Nacional de Memoria Histórica, en el informe
presentado el pasado mes de julio concluya que, desde 1958 hasta el 2012, “el
conflicto armado colombiano ha provocado aproximadamente 220.000 muertos”. Tantos
números sin rostro que, a la larga, tampoco son noticia y desaparecen de las
primeras planas con el siguiente escándalo de corrupción o el más reciente rifirrafe
entre políticos.
Pese a
todo, como bien sabe el médico Jonarys Olmos, “alguien tiene que hacer el
trabajo”. Para atender la avalancha de casos por resolver que trajo consigo la
Ley 975 de 2005, también conocida como Ley de Justicia y Paz que, tras la
desmovilización de los grupos paramilitares, ordenaba a los perpetradores y al
Estado colombiano resolver los cientos de crímenes que permanecían (y
permanecen) impunes, con una partida extraordinaria, ingresaron en el 2010
profesionales como María Isabel a Medicina Legal. En Bogotá, Medellín y
Villavicencio, 16 antropólogos están identificando hoy, en algunos casos,
cadáveres exhumados en 2009.
También
están a cargo de los cientos de casos que comúnmente conocemos como ‘NN’ que, desde
2010, gracias a un convenio entre el Ministerio del Interior y la
Registraduría, están siendo identificados y entregados a sus familiares, a quienes
se ubica luego de cruzar la información de la tarjeta necrodactilar (las
huellas del cadáver) con la de la tarjeta dactilar (que se completa al
solicitar la cédula de ciudadanía). Por cierto, la expresión ‘NN’ ha sido pertinentemente
reemplazada por la de ‘Cadáver en Condición de No Identificado’.
Así, entre
los viajes a los otros departamentos de la Costa en los que se requieren sus
conceptos, la atención de casos de antropología general que no hay quien
resuelva y las labores administrativas, el tiempo corre
para entregar los dictámenes pendientes antes de que su contrato termine el
próximo 31 de diciembre. Un calendario en la casa de María Isabel, y otro en el
escritorio de la oficina, sirven de permanente recordatorio. Antes de que
termine agosto debe terminar de abordar los casos de Justicia y Paz. Al ver la
bodega junto a su oficina parece que se enfrenta a una labor imposible. Allí,
entre la humedad y la oscuridad, se apilan más de 100 cajas con huesos humanos,
esperando ser identificados. Cuando sus procesos concluyan, en una ceremonia
con autoridades del departamento de turno, volverán con sus familiares, tendrán
una tumba y una lápida. Aunque eso, para nadie, sea una noticia.
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